La reciente matanza de 13 mineros en la provincia de Pataz ha dejado una profunda conmoción en Perú, resaltando el alarmante crecimiento de la criminalidad vinculada a la minería ilegal. Los cuerpos de las víctimas, encontrados en una galería subterránea, presentan evidencias de haber sido ejecutados, lo que refleja la brutalidad de los grupos criminales que operan en la región. Esta tragedia ha puesto en el centro del debate la incapacidad del gobierno para controlar la creciente violencia ejercida por bandas que se han adueñado de la actividad minera en zonas ricas en minerales, y ha renovado la urgencia de una respuesta efectiva ante el problema de la minería ilegal.
La organización que explota la mina en cuestión ha proporcionado datos alarmantes, revelando que hasta ahora, 39 personas han sido asesinadas por bandas criminales en Pataz, lo que pone de manifiesto la escalofriante escalada de violencia que enfrenta el país. En respuesta a esta situación crítica, la presidenta Dina Boluarte instauró un toque de queda y dispuso el despliegue de fuerzas armadas en la zona, buscando restablecer el orden y brindar protección a la población en medio de un ambiente de terror y desconfianza.
Los expertos advierten que el auge de la actividad minera ilegal en Perú está directamente relacionado con un incremento de la criminalidad y el crimen organizado, convirtiéndose en una de las principales preocupaciones para los ciudadanos. La producción ilegal de oro ha crecido exponencialmente, con estimaciones que sugieren que en 2023, Perú alcanzó las 77 toneladas en producción ilegal de oro. Este crecimiento no solo impacta negativamente en la seguridad pública, sino que también desata cuestionamientos sobre la capacidad del gobierno para regular y controlar una actividad que ha proliferado en diversas regiones del país, incluyendo La Libertad, donde se ha reportado la matanza.
La minería ilegal no solo trae consigo consecuencias sociales y de seguridad, sino también medioambientales devastadoras. El uso de mercurio y otros químicos en las prácticas mineras clandestinas contamina ríos y cuerpos de agua, afectando gravemente la salud de las comunidades que dependen de estos recursos. Esta situación se ha agudizado con la presencia de burdeles en zonas mineras, donde proliferan la explotación sexual y el sometimiento de mujeres y niñas, en un ciclo de violencia del que son víctimas principalmente las más vulnerables. Así, la matanza en Pataz se convierte en un triste recordatorio del impacto destructivo que la minería ilegal tiene en todas las facetas de la vida en estas regiones.
A pesar de los intentos del gobierno por frenar esta problemática a través de la declaración de estados de emergencia y otras medidas, la falta de continuidad y de políticas efectivas se ha vuelto un obstáculo significativo. La historia reciente ha demostrado que los enfoques punitivos por sí solos no son suficientes. La experiencia previa de la Operación Mercurio, que logró reducir momentáneamente la minería ilegal en la Reserva Nacional de Tambopata, revela que muchos de los mineros expulsados simplemente se desplazaron a otras áreas. La inestabilidad política en Perú, marcada por numerosos cambios de liderazgo y falta de recursos, impide una solución duradera al problema de la minería ilegal y la violencia asociada, lo que deja a las comunidades en una precariedad alarmante.