En la Zona 18 de Ciudad de Guatemala, un extraño siempre llama la atención, especialmente si está capturando imágenes con su celular. Un hombre corpulento de unos 25 años, con camiseta de tirantes, gorra y visiblemente tatuado, se interpone en mi camino a bordo de un tuk tuk. La pregunta que plantea es directa y desafiante: «¿Quién sos y qué hacés acá?» Aclaro que soy periodista y explico que solo estoy visitando el barrio por un proyecto. El número XVIII tatuado en su brazo indica su afiliación a Barrio 18, la pandilla más grande de Guatemala, que controla una zona densamente poblada donde residen más de 200,000 personas. La tensión se disipa tras una breve llamada que realiza para verificar mi presencia, y así, el marero se aleja, una muestra del poder que estos grupos ejercen sobre su territorio, donde la desconfianza hacia los extraños es casi instintiva.
El control de las pandillas, como Barrio 18 y la rival Mara Salvatrucha (MS-13), no se limita a un área específica. Su influencia se extiende por todo Guatemala, afectando la vida de sus 18.5 millones de habitantes. A diferencia de El Salvador, donde el presidente Nayib Bukele ha implementado una estrategia rígida contra las maras, en Guatemala las pandillas continúan creciendo en poder, refinando sus operaciones y ampliando sus redes de extorsión. Un reciente caso de evasión masiva de 20 presos del Barrio 18 ha expuesto no solo la vulnerabilidad del sistema penitenciario guatemalteco, sino también la conexión entre la política y la delincuencia, desencadenando una crisis que llevó a la renuncia del ministro de Gobernación. La situación es una prueba palpable de cómo las pandillas no solo sobrepasan la ley, sino que moldean el escenario político en el país.
En respuesta a la creciente amenaza de las maras, el Congreso aprobó recientemente una ley que califica a las pandillas como «organizaciones terroristas» y endurece las penas por extorsión. Esta legislación ha sido recibida con esperanza por muchos guatemaltecos que anhelan un entorno más seguro, pero también evoca comparaciones con el controvertido enfoque salvadoreño liderado por Bukele. El presidente Bernardo Arévalo ha sostenido que la nueva ley es un reflejo de las demandas de la población, aunque sus detractores advierten sobre los posibles riesgos de una militarización de la seguridad pública que puede acarrear violaciones a los derechos humanos.
Mientras analizamos cómo operan estos grupos en la Zona 18, observamos un barrio agitado, con calles estrechas y un intenso comercio diario. Los residentes parecen inmunes a la curiosidad de los forasteros, evitando el contacto visual para escapar de su ambiente de desconfianza. En este contexto, encontramos la Asociación para el Desarrollo de Nueva Zona, una ONG que busca rehabilitar a jóvenes pandilleros. Su líder, Edwin Cordón, un exmiembro del Barrio 18, comparte su amarga experiencia sobre el poder que se siente al estar dentro de una pandilla. Relata cómo la violencia se convierte en un lenguaje común y una forma de establecer control, donde la lealtad al grupo es imperativa y puede costar la vida si no se cumple.
El testimonio desgarrador de Alicia, una comerciante de Villa Nueva, expone la realidad de muchas familias guatemaltecas que viven bajo la sombra de las pandillas. Tras el asesinato de su esposo, Alicia se enfrenta a la extorsión de la MS-13, que le exige una porción significativa de sus ingresos. Su impotencia para acudir a la policía revela la profunda desconfianza en las autoridades, ahondando la sensación de que los pandilleros son quienes realmente rigen en sus comunidades. Esta historia de dolor y supervivencia ilustra no solo el impacto de las maras en la vida cotidiana, sino también la dura lucha entre el miedo y la resistencia que define la existencia de muchos guatemaltecos, en un ciclo que parece no tener fin.



















